Recuerdo de Norbert Lechner
José Woldenberg
Reforma
26 de febrero de 2009
26 de febrero de 2009
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Hace cinco años, el 17 de febrero de 2004, murió Norbert Lechner. Alemán y chileno fue uno de los politólogos más imaginativos y menos rutinarios en América Latina. Lo conocí como profesor visitante en la sede de FLACSO México a mediados de los años noventa. Pero ya había leído algunos de sus textos que me resultaron sugerentes, provocadores.
Recuerdo uno en especial: "Intelectuales y política: nuevo contexto y nuevos desafíos". Marcado por el golpe de Estado en Chile de 1973, que había barrido de un momento a otro todos los sueños, para edificar una realidad "desconocida y aterradora", Lechner se preguntaba sobre el papel que debían jugar los "cientistas sociales".
Decía: el mundo se había venido abajo. El mundo construido subjetivamente. Pero la vida seguía. "Quedamos sin discurso y enmudecidos buscamos recuperar la palabra". Y para ello se requería "nombrar lo perdido". Se necesitaba revalorar lo que se había destruido con el golpe, criticar el autoritarismo impuesto, pero también analizar "los errores de la Unidad Popular... y las concepciones teóricas que nos llevaron a depositar nuestras esperanzas de una sociedad mejor en un cambio revolucionario". Ese resorte difícil de activar que, sin dejar de criticar las enormes aberraciones del adversario, es capaz de reflexionar sobre la responsabilidad propia, no era ni es común.
Se trataba también de un llamado a "repensar la democracia como estrategia política a la vez que principio regulador de nuestra conducta". Una democracia que no fuera una estación de paso para el logro de no se sabe qué fin ulterior, sino un compromiso para hoy y mañana. Porque para Lechner ese poco aprecio por la democracia formal había sido también uno de los disparadores de la espiral de polarización que terminaría con el criminal golpe de Estado. Escribió: "El contexto de los años sesenta motiva a los intelectuales chilenos a tematizar la situación del país como crisis del capitalismo; el diagnóstico induce la revolución socialista como salida a la crisis a la vez que ignora la institucionalidad democrática del país, provocando su quiebre". El ensueño de un futuro redentor e inasible contribuye al desprecio de todo aquello que carga el presente imperfecto, incluyendo instituciones venturosas para la convivencia social.
Lechner alertaba: "El caso de Chile en los años sesenta es un ejemplo de cómo la polarización política conlleva un disciplinamiento del debate intelectual. En la medida en que un clivaje (la antinomia capitalismo-socialismo) polariza todas las relaciones sociales, la argumentación intelectual se reduce a una mera justificación de posiciones dadas". Esa polarización nacida de la política era retroalimentada desde la academia, y la autonomía relativa que debe guardar el quehacer intelectual se malgastaba en aras de la "causa". En esa operación perdían ambos. La política no encontraba en la academia puntos de referencia distintos, elaboraciones contra las cuales modelar sus pulsiones, sino más bien ecos de sus propias apuestas. Y la academia perdía su especificidad, que no es otra que la búsqueda de la "verdad" (noción evanescente pero fundamental), porque el valor de las elaboraciones intelectuales no se medía por sus propios hallazgos, descubrimientos o dudas, sino que eran concebidas como instrumentos de la lucha política, en la cual encontraban su legitimación.
El "alineamiento ideológico", "el militante comprometido" fueron figuras que atrajeron a la academia, y que ayudaron "a fomentar la lucha a vida o muerte" que acabó derrumbando "a la democracia chilena e instaura la dictadura". Decía Lechner no sin dolor: "Nosotros mismos somos co-responsables de haber impulsado los conflictos más allá de los cauces institucionales". Y después del golpe surgía la imperiosa necesidad de pensar "por cuenta propia" y no buscar una autoridad política que avalara la producción intelectual.
La responsabilidad de los intelectuales era la de denunciar la lógica de la guerra (o el de la política entendida como guerra), y la de "promover un clima de tolerancia y de respetar la lógica de la política". Lo cito en extenso: "Descubrimos la soberbia que puede tener un pensamiento crítico cuando la lógica implacable es ciega a sus consecuencias concretas. Al querer hacer tabla rasa del presente a nombre del futuro, no sólo traicionamos ese mañana mejor sino que echaremos por la borda lo que tantos sacrificios costó. Aprendemos que la crítica del orden establecido y las luchas por la emancipación humana no deben poner en juego las libertades conquistadas. Las promesas incumplidas de la democracia nunca justifican el rechazo a la democracia formal".
Lechner extraía algunas conclusiones que parecen pertinentes:
1. "Del modo que formulamos los problemas depende en buena medida la solución que les buscamos (y sus consecuencias)".
2. "El abandono de modelos globales e interpretaciones monistas y el respeto por la pluralidad de intereses y opiniones contribuye a generar un nuevo clima cultural, decisivo para el proceso de democratización". Todo discurso, todo programa, toda actividad que suponga una sola fuente donde se ubica la verdad y los intereses legítimos estará incapacitada para reconocer la legitimidad de los otros, y por ello estará inhabilitada para contribuir a generar ese "clima cultural" tan necesario para la reproducción de la democracia.
3. "No son indiferentes los esquemas de interpretación que una sociedad -a través del debate intelectual- se piensa a sí misma". Porque no sólo de ahí surgen las eventuales soluciones a los retos que se enfrentan, sino que modulan la temperatura y el clima intelectual del presente.
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